Lunes 3 AM
Anoche no pude dormir sino hasta pasadas las 3 AM. Mi mente no paraba de hablar. Rehacía las conversaciones del día una y mil veces. Me acordaba de cosas que ya había enterrado y las revivía una y mil veces más. No fue la primera vez que me pasaba, y por algún motivo creí que esta vez todo ese palabrerío mental no se convertiría en una carga. Me engañé. O duró poco. Lo cierto es que, minutos después, ya no podía soportarlo.
Era seguir sobrepensando o concentrarme en la fiebre que duerme conmigo hace unas cuantas noches. Hace casi una semana que vengo sufriendo algunos de estos síntomas: flema, mocos cristalinos y verdes, dolor de cabeza, dolor de un ojo y de un costado de la cara, dolor muscular en todo el cuerpo, especialmente en la columna. Y lo que más me daba miedo: la falta de estabilidad entre la temperatura de mi cuerpo y la del exterior. Es algo que me ocurre con frecuencia cuando tengo uno de estos estados gripales.
La ciudad donde vivo está atravesando por estos días una ola de frío polar, con temperaturas de cero grados centígrados sumadas a la humedad tan espantosa y característica de la zona. Vivo en un departamento cuyo alquiler me cuesta la mitad de mi sueldo de indigencia y sin calefacción. En otras palabras, vivo en una heladera destartalada. El frío es temible.
Pero mi cuerpo no sabe si sentir frío, si acalorarse, si tiritar con los chuchos de frío, pasa del calor de la ropa cuando me desvisto para entrar a la cama a un frío glacial que me pincha todo el cuerpo. Me meto en la cama y está helada. Incorporé por primera vez en mi vida una bolsa de agua caliente pero al principio no da abasto. Las manos y los pies siempre están tan helados que queman. Y eso, quemarse, es lo que he sentido en las últimas noches cuando trato de dormir.
Pasados unos minutos la cama helada empieza a tomar y conservar los calores de mi cuerpo y de la bolsa de agua caliente, por lo que de congelarme paso a estallar de calor. Me empiezo a destapar y cuando lo hago me atacan ráfagas de aire helado. No hay posición en la que no sienta un quilombo de temperaturas, hielo en los pies, llamas a la altura de donde irradia la bolsa, a lo que se suman el sudor en la frente, la tos con poca flema pero la suficiente para hacerme ahogar o rasparme la garganta, la nariz chorreando y el cráneo entero doliéndome de tanto hacer fuerza para sonarme y toser.
Tengo treinta años y nunca tuve una de esas gripes que te dejan tirado y apaleado. Nunca tuve síntomas de covid. Me vacuno todos los años contra la gripe. Trato de cuidarme lo más que pueda pero sin volverme paranoico ni moralista de la salud. Y me aterra saber qué tan lejos voy a poder llegar a soportar el dolor de una enfermedad. No estoy dispuesto a tanto. No tengo ganas. Soy muy perezoso y hedonista lato sensu.
Admiro a todas las personas que, como se dice, luchan contra los dolores de sus enfermedades, a todos esos, como se dice, guerreros que batallan contra ejércitos de dolencias y síntomas. Yo no creo tener lo que se necesita para formar parte de sus filas. Lamento mucho que morirse cueste tanto, que los cuerpos soporten tantos embates y que los sujetos nos acostumbremos a cualquier forma de servidumbre y opresión. Lo lamento muchísimo y me aterra aún más saber que se vienen sufrimientos peores en mi cuerpo.
Entonces anoche para no darle importancia a la locura de este cuerpo le di rienda suelta a la locura de la mente y me puse a pensar, pensar, pensar, a conversar, conversar y conversar todo lo que en general me callo cara a cara o lo que podría haber dicho o lo que debería haber callado.
Por lo general pongo algún podcast como ruido blanco para poder dormir. Pero anoche no podía escuchar a otros. Me sentía aturdido. Anoche además fue lunes y los lunes cumplo triple jornada laboral. Soy profesora de Lengua y tengo unos horarios laborales estrafalarios. Y fui a trabajar igual, estando enfermo pero a mi modo de ver las cosas no lo suficiente como para ir a un médico a solicitar algunos días de licencia. No estoy acostumbrado a pedir licencia por enfermedad y no quiero hacer toda la burocracia de pedir turnos y llevar papeles y constancias de un lugar a otro. Creo que así me voy a enfermar peor. ¿Pero entonces dónde quedó eso de que “trato de cuidarme”? ¿Me miento a mí mismo? ¿No sé cuidarme a mí y a los demás? Al ardor de la fiebre le tengo que sumar el de las contradicciones de vivir aquí y ahora, que también me atormentan día a día.
Así de aturdido estaba anoche. Me sentía bien al borde de la desesperación cuando vi que eran las 3 AM y me empecé a cantar la famosa canción suicida de Serú Girán. Pero por suerte vino mi ángel guardián a salvarme. Me acordé del título de la próxima clase de Leonor Silvestri que me gustaría tomar pero no puedo porque no tengo plata: “La mente en silencio” sobre Séneca. ¿Cómo podía hacer entonces para poner la mente en silencio e intentar dormir el tiempo que faltaba antes de que sonara la alarma a la seis para volver a trabajar? Y otro recuerdo me trajo las guías de meditación de Ecio Bertelotti que una querida amiga me compartió hace unos años y con las cuales aprendí a entrenarme en esta práctica.
Puse una de 25 minutos y me dejé guiar por Ecio hacia el infinito cósmico. Me calmó bastante y al cabo de un rato me dormí. No descansé ni logré silenciar mi mente porque lo poco que dormí estuve soñando de manera muy vívida. Pero llegué al final de otra noche de pura incomodidad.
Ahora ya es martes a la noche. Trabajé. Ni bien volví me dormí una gran siesta y me levanté de muy mal humor. Navegué en redes sociales y salí con una desolación tremenda. Fui a una farmacia para mover un poco las piernas y renovar el stock de paracetamol y sumar un jarabe para la tos. Ordené el departamento para sentirme menos miserable. Quería mirar alguna película pero preferí sentarme a escribir esto con la esperanza de cansarme lo suficiente para que esta noche se me apague rápido la cabeza.